Arte de injuriar


Escrito por: José Ángel Pérez Ariza.
Abogado Uniciencista.
Psicólogo, Especialista en derecho Procesal.
Maestrando en Derecho Procesal.


Confieso que Borges nunca ha estado entre mis escritores favoritos, a pesar de ser un renombrado literato y la bien merecida fama que ganó en el mundo de las letras. En bachillerato algún profesor de español nos “obligó”, a leer El Aleph y no lo disfruté. Siendo mayor tropecé con su Poesía completa y quedé tan fascinado con Israel, 1969 que conseguí memorizarlo.

Como lego que soy en la literatura borgeana me la he pasado revisando libros y leyendo superficialmente algunos de sus cuentos para la elaboración de este escrito, hasta que encontré Arte de injuriar en Historia de la eternidad. Bastaba el título para imaginar una conexión íntima con la ciencia del derecho, pues la injuria es un delito que, con su hermana melliza la calumnia, atenta con mayor gravedad contra el ego humano, tanto más grave si el personaje que lo sufre es un encumbrado hombre público -con este calificativo me refiero indistintamente a los dos géneros porque si digo mujer pública, me pueden tomar por injuriador–. Las estadísticas por delitos que trimestralmente elaboran los despachos judiciales confirman la tesis que expongo. La injuria es un delito recurrente en todos los lugares de Colombia. Me atrevo a afirmar que no existe un solo pueblo donde alguien no haya exigido reparación por calificativos no tan favorables con los que otros se han atrevido a juzgar su conducta. La prensa todos los días informa que un reconocido político o funcionario ha denunciado a otro reconocido político, funcionario o periodista, por afirmaciones ignominiosas que ponen en tela de juicio su buen nombre, con la consabida rueda de prensa donde el personajillo en cuestión descarga su ira santa por el ultraje recibido y se declara a la espera de que las autoridades investiguen, hasta las últimas consecuencias, la conducta del ofensor, haciendo siempre la salvedad de que su vida es un libro abierto.

Pues bien, en Arte de injuriar, Borges deja al descubierto como una herida sangrante la profunda mediocridad y la ignorancia supina que habita en nosotros a la hora de sentirnos ultrajados, vejados, infamados, agraviados o afrentados por nuestros íntimos enemigos. Es que solo conocemos una única manera de injuriar: la que no disimula las formas. Lo que se piensa se dice, se escribe o se publica. Es la injuria que denigra. El destinatario acusa el golpe de inmediato, siente que está siendo difamado y se pone a la defensiva. El contraataque no tarda en aparecer. Invariablemente la primera descarga de artillería va dirigida a recordarle a toda la conducta poco honesta de la madre del ofensor, repitiendo las palabras que desde tiempos inmemoriales son el mayor insulto que humano alguno pueda recibir. Devuelve con creces los agravios y pasa a denunciar el caso ante la justicia.

El escritor nos lleva de la mano para enseñarnos que el arte de injuriar es más común de lo que se cree. Lo practicamos a diario. Somos inocentes víctimas y victimarios. No nos damos cuenta que somos injuriados y tampoco los otros lo notan porque la sátira llega como un regalo primorosamente envuelto, con moño y dedicatoria incluidos, como un veneno escondido en una dulce copa de vino. Cada cierto tiempo acudo a la universidad para asistir a las clases del programa de maestría. Desde la portería comienzo a recibir injurias. Los porteros obsecuentes me dicen “doctor”, a mí que sólo cuento con el simple título de abogado y apenas le sumo una especialización. A veces, cuando voy mejor trajeado, me han llegado a decir “profesor”. Levito de orgullo mal disimulado. Ni les pregunto por qué se dirigen a mí en esos términos. Seguro me responderán que doctor se le dice a cualquier hijo de vecina. Ya sé que en este país todos son doctores hasta que no demuestren lo contrario. Continúo con paso firme hacia el salón y no cesan las injurias. Me dicen: “buenos días doctor”. Respondo: “buenos días doctora”. Doctor para acá, doctor y doctora para allá. Parece un encuentro de premios Nobel. Me creo el cuento y me siento importante. Y no soy el único. Veo que otros se esponjan como pavos. No hay escapatoria. Actuamos con circunspección y asumimos las poses graves que corresponden a los títulos académicos que nos autoasignamos. Con razón el presidente Rafael Núñez que acogió como protegido a un tal Julio Palacio y lo envío a la universidad, le dijo cuando regresó a casa con el diploma de doctor en la mano: “Julio, te he hecho doctor, pero no docto”.

Todo no es más que una sátira. Actuamos como idiotas en la comedia. Nos agredimos con empalagosa dulzura. Nos burlamos y permitimos que se burlen de nosotros otorgándonos títulos que no tenemos, dignidades que no hemos alcanzado aún y que tal vez nunca conseguiremos. Cuando nos dicen doctores, no hacen más que gritarnos en la cara lo que no somos. Si aguzamos un poco más el oído tal vez podamos escuchar que la palabra que pronuncian es “dotor” porque nos hace falta la “c” de conocimiento, como le confesó con mal disimulada socarronería un viejo conocido a su sobrina abogada que recién se había graduado. Yo mismo, en ciertas ocasiones, tampoco me esfuerzo demasiado para pronunciar la “c” frente a algunos colegas “doctores”.

Siguiendo con el tema del ensayo, encuentro que el escritor recorre páginas literarias para descubrir las artes y los métodos de los que se han valido los más renombrados irreverentes, entre los cuales cita a Paul Groussac, Swift y Voltaire, quienes disimulaban con maestría el contenido satírico de sus panegíricos, de modo que sus destinatarios no los advirtieran y se sintieran verdaderamente halagados, henchidos de orgullos, por las lisonjeras palabras que los reconocidos hombres de letras les dedicaban, a pesar de no ser más que simples caramelos de cianuro.

De verdad que se necesita poseer el olfato de un sabueso, la disciplina de un monje y la obsesión de un fanático para escudriñar los textos y descubrir los sofismas y las provocaciones que en ellos se encierran. Todos los demás pasaremos de largo sin advertirlas. Entre los ejemplos que cita Borges está el “doctor” –qué vieja esa palabra- como denigrativo usado por un adulador conocido suyo para satirizar las escasas dotes de poeta de un personaje argentino, haciendo que en ese instante muriera el semidiós y no quedara de él más que el vano caballero que siempre fue y que sufría la “incurable futilidad de todo ser humano”.

Borges nos hace ver que el lenguaje posee un amplio repertorio para satirizar, hasta la exageración, las virtudes personales; por cierto, muy usado en los homenajes a personas vivas o muertas. Eso me hace recordar el epitafio escrito en la tumba de un abogado cualquiera que decía algo así: “Aquí yace un gran jurista, un ciudadano honesto, un esposo amoroso y un padre ejemplar”. Cuando un desprevenido transeúnte lo leyó, no pudo menos que exclamar: “¿Cómo harían para enterrarlos a todos en la misma sepultura?”.

Para el escritor, la sátira, esto es la injuria, tiene la obligación de ser memorable y estar adornada de una elegante exquisitez, de modo que despierte admiración, por las dotes ingeniosas de su autor. Al final del texto nos regala una injuria en la que él mismo no pierde la oportunidad de agraviar también a su autor, el colombiano José María Vargas Vila. En sus palabras: “…es la injuria más espléndida que conozco: injuria tanto más singular si consideramos que es el único roce de su autor con la literatura. «Los dioses no consintieron que Santos Chocano deshonrara el patíbulo, muriendo en él. Ahí está vivo, después de haber fatigado la infamia».

Como aporte personal, leyendo por mí cuenta encuentro que en el mundo de la política abundan sátiras de una elegancia alucinante que merecen ser recordadas porque son muestra fiel de ese refinado arte de injuriar. Fueron citadas por el historiador Benjamín Ardila Duarte en el periódico Ámbito Jurídico. Comienzo con el memorable cruce de telegramas entre el dramaturgo Bernard Shaw y Winston Churchill:
“Invitación de Bernard Shaw a Churchill:
‘Tengo el honor de invitar al digno Primer Ministro al estreno de mi obra Pigmalión. Venga y traiga un amigo, si lo tiene’. Bernard Shaw.
Respuesta de Churchill a Bernard Shaw:
‘Agradezco al ilustre escritor la honrosa invitación. Infelizmente no podré concurrir a la primera presentación. Iré a la segunda, si se realiza’. Winston Churchill”.

Y en el panorama nacional es digno de recordación un episodio que protagonizó don Fidel Cano, propietario y director del diario El Espectador, hace más de un siglo, al recibir del Ministro de Gobierno de entonces la orden de suspender la circulación del periódico por algún editorial que no fue del agrado del gobierno conservador. El ministro remató su carta con la frase usual que distinguía la literatura oficial, de “Dios guarde a usted”. Y don Fidel le respondió: “Dios me guarde de usted”.


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